Hablando solo

Publicado: 27/09/2014 en Relatos sueltos
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Son las 4h39 de la madrugada, aunque para mí eso no significa nada.
Yo mido el tiempo por cigarrillos o pastillas, me da igual. Es la hora del sexto cigarrillo de la madrugada. Estoy muy aburrido, no hay nadie con quien chatear ni con quien hablar.

Para lo único que muevo la boca es para fumar. El del filtro de algodón es el único beso que conozco desde que ella se fue, o bueno, desde que yo la ahuyenté con mi desidia ante la vida. ¡Qué más da! Ella nunca me entendió, ni me entenderá. Ya ni siquiera me importa.

Sí, ya no me importa. El que esté viendo la foto que me dejó pegada en el techo no significa que la extrañe. Mejor nublo la vista con una bocanada de humo. No hay mejor forma de dejar de ver algo que lanzándole humo. Como los ninjas, que usaban el arte de la decepción para que sus enemigos no los vean.
¡Toma! —le lanzo una bocanada de humo denso a la foto—…si los ninjas pueden, ¿por qué yo no?

¿Por qué me sigues viendo? ¡Deja de verme! ¡Zorra! Si no te hubieras ido, yo no estaría aquí peleado con la vida, peleado contigo, ni odiándome a mí mismo al punto de amar el humo venenoso que me está robando la vida.

¡Maldita analogía de los ninjas! Es cierto que ellos usaban humo para que no los vean sus enemigos, pero ¿de dónde saco humo, para no ver yo a mis enemigos? Porque la foto de ella me está acosando. Me acosa a través de las miradas que yo mismo le doy, de la importancia que le doy, del resentimiento que le tengo —y que me tengo, porque la culpa es mía, y simplemente no me da la gana de aceptarlo, así que hasta por eso peleo conmigo—. Ya no quiero verla. Mejor me pararé y arrancaré la foto. Sí, eso haré.

Ahora que tengo la foto en mi mano podré jugar con ella. Surgen deseos vudú en mí, le quemo la cara con mi cigarrillo. Aunque en el fondo quisiera que se le estuviera quemando a ella, que desapareciera como en la foto. Para no verla más en este mundo —aunque lo correcto sería decir que no deseo verla en mi cabeza—. Así, tal vez amaría muchas cosas otra vez —sé que no tengo arreglo, pero no me gusta decirlo, me gusta culparla a ella de mi hundimiento—.

Estoy harto de mi cuarto sucio de cenizas y colillas. Está tan sucio que ni las cucarachas se le acercan, de seguro tienen miedo de intoxicarse. Aunque mosquitos sí hay. El mosquito de las 3 de la mañana es el que me tiene despierto ahora. Siempre me zumba a esa hora. ¡Siempre me jode! Intento matarlo siempre, pero nunca lo veo. Aunque una vez creí haberlo matado, pero cuando abrí mis manos, se fue volando, y me hizo la misma sonrisa sarcástica de ella.

¡Maldición! Te recuerdo hasta a través del pensamiento de un mosquito. ¡Me tienes harto! De seguro el mosquito me lo enviaste tú. Siempre tuviste esa obsesión por los bichos, me decías que querías estudiar “entomonosequé especializada en artoponosecuánto”.

Ya me cansé de estar dando vueltas en mi sucia cama. El reloj marca las 5h03, aunque para mí es hora del noveno cigarrillo y del Valium de la madrugada. A ver si así duermo algo.

Aunque no tiene sentido que duerma, da lo mismo. Desde que heredé la casa y el dinero de mis padres, no tengo que trabajar. Pobres, trabajaron toda su vida para morir en el auto a causa de los frenos que olvidé ajustar. ¡Grave despiste! Sí, despiste… ¿o tú que me lees, no me crees? ¿Me crees tan loco como para matar a mis padres?
¡Sólo bromeaba! Relájate. Los viejos están bien. Viven en otra ciudad. Y sí trabajo. Vendo libros viejos por Internet. De algo hay que vivir, ¿no? Aunque yo no como mucho, y si como, son porquerías. Sinceramente estoy pensando en cambiar esa marca de fideos instantáneos. Desde hace un mes que me tienen hostigado… ¡maldito sabor umami! ¡Me tienes harto, igual que esa perra!

Mejor golpeo la pared. Eso siempre ayuda hasta que llega el efecto del Valium.
¡Perra! —golpeo— ¡Perra! —golpeo—.
¡Por qué te tuviste que ir! —golpeo—.
¡Yo te amaba! —golpeo, mi mano derecha sangra—.
¡Eras lo único que no detestaba de esta mierda de mundo! —golpeo, mi mano izquierda ya no puede golpear más, creo que se me fisuró otro hueso, para variar—.
¡Yo iba a ir a disculparme! —estoy llorando, y hablando solo, como cada madrugada desde hace un año—.

Yo no bebo. Le tengo un odio descomunal al alcohol y a los borrachos.
¡Por ese puto borracho que te atropelló! ¡Hijo de mil putas! Si te tuviera aquí, ocuparías el lugar de mi pared. Te disecaría para hacerte saco de golpear. Y aun así, creo que apuñalaría tu cuerpo de vez en cuando.

¡¡¡¡Maldita seaaaaaaaaa!!!
No aguanto más. Creo que ya es hora. Mejor me inyecto.

Sí, usted que me ve o me oye desde esa otra dimensión, fuera de su pantalla, o fuera de un libro, o su celular, o lo que demonios sea —me da igual, no te veo. Es más, te odio sin conocerte, no debería sorprenderte—, no se asuste porque me inyectaré heroína.

¡Qué! ¿Acaso nunca te has inyectado heroína? No te culpo. Es una droga que venden muy sucia.
Incluso pura, es un asco. Es como un maldito pacto de sangre con la muerte. ¡Es un maldito trato con el diablo!

Te voy a explicar para que me entiendas. Primero calientas el polvo que estoy sacando en este momento de la funda en mi billetera, lo pones en una cuchara, y calientas por debajo con un encendedor —las burbujitas de heroína suenan lindas, no tienes idea de cuánto—.
Luego sacas la jeringa —yo uso de 10 ml, no sé ustedes— y absorbes el líquido.
Después, para no quemarte la vena, debes hacer, lo que yo llamo, el pacto de sangre —sí, debes pagar sangre para obtener el oscuro placer de viajar con la heroína—. Con la misma jeringa sacas sangre de la vena elegida —en este momento es una de mi pie derecho, las del otro están muy agujereadas—.
Al final, le das golpecitos con el índice para que todo se mezcle bien. ¡Bingo! , de vuelta a la vena —olvidé decirles del torniquete, pero eso no importa ahora—.

Yaaaaa…nooooooo…importaaaaaaa…nadaaaaaa…—me estoy durmiendo, ¿qué esperabas?—.

Esto de la heroína es algo mágico, no siento dolor: ni físico ni emocional. Es magnífico llegar al cielo. La paz. Lamentablemente despiertas, a vivir el infierno de nuevo. Ojalá me muera de una sobredosis.


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comentarios
  1. […] el universo #8808545: Enrique Piguave muere en el asalto a la tienda a donde fue a comprar pan. El asaltante, presa de la ansiedad por síndrome de abstinencia de opiáceos, se pone nervioso y toma por […]

    Le gusta a 1 persona

  2. grojol dice:

    Creo que me estoy enganchando… a tus relatos.
    Saludos

    Le gusta a 2 personas

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