Originalmente publicado en: Blog de Salto al reverso

Luego del primer atentado exitoso usando a los perros como armas vivientes, los Hermanos Kérberos siguieron entrenando y experimentando. Esto les llevó a la conclusión de que la dificultad de conseguir la gran cantidad de sacrificios requeridos era un proceso que volvía ineficiente al ritual, restándole utilidad práctica. Por lo que, luego de mucha investigación lograron crear un objeto legendario del vudú conocido como hitokui hyōtan o cantimplora prisión. Este objeto consistía en una cantimplora que permitía atrapar a una gran cantidad de personas dentro, convirtiéndolas en miniaturas que no pueden sino esperar que la cantimplora los absorba lentamente para mantener su propio funcionamiento, o morir al ser retirados de ella para ser sacrificados inmediatamente; además de volver imposible el suicidio dentro de ella. Gracias a este objeto, los Hermanos Kérberos podían secuestrar personas de una forma muy discreta y almacenarlas para siempre disponer de un suministro que les permitiera usar con más soltura el poder de los perros.
Luego de que cada hermano aplicara la innovación de la cantimplora, se dedicaron solamente a dos actividades: secuestrar personas con regularidad e intentar descifrar el último de los conjuros que contenían las piedras. De esa forma lograron, al fin, acceder al tercer conjuro, que les permitía fusionar a los tres canes en un solo perro monstruoso de tres cabezas, capaz de utilizar no solo el fuego, el rayo y el hielo, sino también un nuevo ataque que combinaba los tres poderes y que bautizaron como Rayo delta. Luego de mucha práctica se volvieron hábiles con el último conjuro y decidieron que era tiempo de estrenar su nueva y perfeccionada técnica en un nuevo atentado.
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Antes de ir por la única metrópoli que logró surgir en el mundo postguerra, Ciudad capital, decidieron que era necesario rellenar sus cantimploras prisión en algún pueblo cercano. Usaron a las últimas personas contenidas en sus cantimploras como sacrificios para invocar a los tres perros por separado y aterrorizar un pueblo con el fin de aprovechar el caos para secuestrar a la mayor cantidad de habitantes posibles dentro de sus cantimploras y así poder usarlas como sacrificio para su nuevo atentado.
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Una vez se infiltraron en Ciudad capital, los Hermanos Kérberos iniciaron los preparativos para su gran ritual. Como primer paso, esperaron la madrugada para dirigirse al centro de la ciudad sin llamar la atención. Luego, alzaron sus cantimploras y las presionaron fuertemente con sus manos hasta que empezaron a borbotear sangre que los hermanos mezclaron en el suelo formando una marca. Luego, cada uno partió a un punto específico de la ciudad, para formar un triángulo equilátero inscrito en el círculo que constituían los muros de la metrópoli. Como segundo paso, desde el punto indicado, cada uno de los Hermanos Kérberos invocó a su respectivo perro, pero esta vez no los ataron con el conjuro de control mental. Los dejaron libres por un rato mientras recitaban el conjuro para teletransportarse de nuevo al centro de la ciudad usando la marca de sangre que dejaron allí.
Una vez en el centro, el tercer y último paso consistía en sacar cada uno a tres personas de su cantimplora prisión, maniatarlas y degollarlas mientras recitaban el último conjuro. Mientras aún recitaban, los tres perros fueron invocados y sometidos instantáneamente por la señal de control mental de sus miembros artificiales. Los Hermanos Kérberos terminaron de recitar el conjuro y, notoriamente confundidos, se miraron entre ellos y gritaron al unísono: «¡Los perros no se han unido!». Los espectros, que se habían liberado de la señal de control mental, dijeron también al unísono: «¡Es hora de terminar nuestro ritual». Dicho esto, cada perro devoró a su respectivo dueño y, una vez más, volvieron a unirse en un can monstruoso.
Los tres perros, luego de muchos rituales de práctica en que fueron unidos y separados varias veces, fueron acumulando la sed de sangre proveniente de los sacrificios humanos y, en cuanto tuvieron suficiente, esperaron la siguiente ocasión en que los Hermanos Kérberos los intentaran unir, para tomar sus vidas por la fuerza y así completar el ritual que les otorgaría de nuevo tanto la libertad como un cuerpo indivisible. Kérberos, en un acto de euforia, empezó a lanzar el Rayo Delta una y otra vez hacia diferentes puntos de la ciudad, causando grandes daños.
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—Acabamos de recibir un informe de que la Ciudad capital está siendo atacada por un espectro gigante—gritó una extraña anciana encapuchada a sus tres compañeros—. ¿Acaso no piensan apurarse?
Dos de sus compañeros, otra anciana y un anciano encapuchados, ignoraron el grito y siguieron jugando naipes.
—¡Es nuestra primera misión en décadas! —otro encapuchado, usando su poder para controlar el aire, revolvió los naipes de la mesa y levantó a sus dos compañeros de las sillas .
Los que jugaban naipes miraron con desdén a su compañero y replicaron al unísono.
—¡¿Acaso no está el Alquimista Marino para encargarse de esas pequeñeces?!
—¿Cuáles pequeñeces? —gritó la mujer que habló inicialmente, que empezó a emanar calor por el enojo—. ¡Es un desgraciado espectro de veinte metros que está gritando y lanzando rayos en Ciudad capital!
Por su comportamiento, parecían un simple grupo de viejos discutiendo. Pero lo cierto era que detrás de esa actitud despreocupada estaban los Cuatro ancianos de la Orden Rosacruz. Ellos, décadas antes, participaron en la guerra para liberar al planeta de la opresión de los Señores de la guerra y los practicantes de vudú que les servían. De un ejército de trescientos, solo los Cuatro alquimistas elementales y el Alquimista marino, lograron sobrevivir a la terrible masacre conocida como la Noche de las piedras blancas, donde la guerra vio su fin y se reinició el desarrollo de la humanidad.
Cada uno de los Cuatro alquimistas elementales eran famosos por ser portadores de un Libro de los siete sellos y, por tanto, de una piedra filosofal completa fruto del entrenamiento otorgado por el libro. Todos tenían un conocimiento muy avanzado de la alquimia y, gracias a eso, eran capaces de mantener su cuerpo con una apariencia mucho más joven que la de su edad real. La Alquimista del fuego tenía en su poder el libro de los siete sellos de Nicolás Flamel. El Alquimista del agua tenía en su poder el libro de los siete sellos de María la judía. La Alquimista de la tierra tenía en su poder el libro de los siete sellos de Taphnutia. El Alquimista del aire tenía en su poder el libro de los siete sellos de Zósimo de Panópolis. En cuanto terminaron de discutir, levantaron sus piedras filosofales, que empezaron a emanar un fulgor dorado que los envolvió y rejuveneció sus cuerpos. Luego, usando el mismo fulgor, empezaron a levitar. Volando a gran velocidad, se dirigieron desde el cuartel general de la Orden rosacruz hasta Ciudad capital para impedir que el enorme espectro causara más destrozos.
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El gran perro Kérberos, en su éxtasis de libertad, seguía lanzando indiscriminadamente su Rayo delta, sin causar muchas víctimas mortales debido a la evacuación de todos los habitantes hacia al sector subterráneo de la ciudad. Cada casa tenía un acceso a las vías del sector subterráneo que fue creado para proteger a los ciudadanos de amenazas de gran envergadura. Kérberos, al ver que no lograba matar a más gente, decidió dirigirse a una de las entradas hacia el sector subterráneo para pulverizarla con su rayo y así poder masacrar a todos los habitantes. Empezó a cargar su Rayo delta y lo disparó. En ese preciso instante, cuatro siluetas encapuchadas envueltas en un fulgor dorado interceptaron el rayo y lo anularon con una barrera de aura.
El enorme espectro estalló en ira y se abalanzó contra los Cuatro ancianos para devorarlos. Tres de ellos lograron escapar volando.
—¡Maldiciooooooón!— gritó el Alquimista del aire, al notar que la Alquimista de la tierra quedó atrapada entre las fauces de Kérberos.
Los tres ancianos restantes, aún levitando sobre el perro gigante, se colocaron en una formación donde se daban la espalda entre ellos y empezaron a acumular aura dorada en cantidades masivas. De repente, la Alquimista del fuego empuñó su piedra filosofal y empezó a agitarla. De la piedra salió un gran látigo de flamas con el que empezó a azotar al espectro. El Alquimista de aire empuñó su piedra filosofal e hizo el gesto de dar un puñetazo hacia su oponente. De su puño empezó a fluir una fuerte corriente de aire que rápidamente formó un tornado que aplastó a Kérberos contra el suelo, dejándolo indefenso por un instante. El Alquimista del agua aprovechó ese momento para empuñar su piedra filosofal y, mediante una extraña danza, hacer levitar masas de agua desde las fuentes más cercanas, rodeando al perro con una gran cantidad de ellas.
El gran perro intentaba liberarse del tornado que limitaba sus movimientos y de los azotes de fuego. Pero, sin darle tiempo a reaccionar, el Alquimista del agua convirtió las masas de líquido en enormes y afiladas púas de hielo que lanzó a gran velocidad contra Kérberos. Este, a causa del dolor, empezó a aullar desde sus tres bocas. Lo que le permitió a la Alquimista de la tierra escapar de sus fauces para, inmediatamente, empuñar su piedra filosofal y estrellarse contra el suelo de tal manera que desprendió enormes rocas que salieron disparadas contra el espectro.
—¡Malditos! ¿Quién demonios se creen que son?— gritó el furioso perro gigante.
Pero, sin darles tiempo a responder, los Cuatro ancianos se precipitaron contra el suelo como si una gran fuerza gravitatoria los intentara aplastar.
—Lamento mucho no poder presentarme adecuadamente —dijo una voz que venía desde atrás de los ancianos, que seguían sometidos por el poder que los aplastaba—. Pero si no los atrapaba distraídos, jamás podría haberlos detenido de matar a mi preciado espectro.
Los ancianos eran incapaces de responder, mucho menos de contraatacar. El extraño personaje se presentó de una manera muy rimbombante, afirmando que servía al Dueño del mundo y que éste le había provisto de la bomba gravitacional que le permitiría reclamar lo que era suyo. También afirmó que era un criador de espectros es decir, un practicante de vudú especializado en crear objetos malditos que, bajo ciertas condiciones, eran capaces de cobrar vida como espectros. En este caso, era mentira que la estatua era una prisión donde supuestamente Kérberos fue encerrado por un legendario alquimista. La estatua era, en palabras del practicante de vudú que se presentó como la Novena plaga, un objeto diseñado para funcionar de forma autónoma y cuyo propósito era poder engañar a sujetos que cumplieran las condiciones del ritual para otorgar un cuerpo material estable al espectro en desarrollo.
—¡Esos trillizos imbéciles se creyeron todo!—dijo la Novena Plaga mientras reía con demencia—. Ahora que ellos dejaron el trabajo hecho, al fin puedo retirar el producto terminado. Es sorprendente que la bomba gravitacional no los triturara. Ustedes son demasiado fuertes, así que, con su permiso, me retiro.
Dicho esto, la Novena Plaga sacó una extraña caja y, convirtiendo a Kérberos en una especie de humo negro, lo guardó allí para luego volverse humo él mismo y desaparecer del lugar sin dejar rastro. En cuanto la Novena plaga desapareció, la fuerza que aplastaba a los Cuatro ancianos se desvaneció. Confundidos, decidieron regresar al cuartel general de la Orden rosacruz para discutir lo sucedido.
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